Un extranjero en El 20
Tarde… Esa es la palabra que define mi domingo. 7: 30 AM y apenas salía hacia el otro extremo de la ciudad; el 20 de Julio era mi destino, e irónicamente a su templo tenía que llegar, y me preguntaba: “¿Para qué se va un habitante de Suba hasta el otro lado?”; además, a una iglesia. De todos los sitios existentes en la ciudad ¿Por qué una condenada iglesia? Mi pensamiento agnóstico y mi insoportable humor negro no me permitirían tomar en serio el ejercicio.
El viaje era largo, sólo comparado con el viaje emprendido por Frodo Bolsón y Samsagaz Gamyi desde la comarca de los Hobbits hasta las tierras Orcas de Mordor.
4 rutas de TransMilenio me separaban del lugar de encuentro; ni el mismo Dante Alighieri sufrió tanto recorriendo el infierno para reencontrarse con su amada Beatríz Portinari. Entre más me adentraba en el viaje, más nervios experimenté; estaba lejos de casa y que así como la pantera, el león y el lobo atacaron a Dante, a mi podrían hacerlo cualquier indigente, barrista o dealer de la zona; era un extranjero y los extranjeros en Bogotá no la pasan de maravilla.
Después de casi 120 minutos entre TransMilenios y troncales llegué a la estación del Country Sur; estaba perdido, tan perdido como Robinson Crusoe cuando naufragó en esa isla llena de caníbales. Me encaminé al templo que quedaba arriba de un extenso comercio, masomenos unas 5 cuadras cubiertas por bolsa plástica y sombrillas.
La meta: el templo, el objetivo: llegar en una pieza. Comencé el ascenso y la variedad de personas, sonidos y olores me confundían. Chocolate, gallina y lechona eran olores que paseaban por esas estrechas aceras, atestadas de comerciantes y compradores de la zona. No estamos en navidad y aún así parecen las ferias navideñas. Eran eternas dichas cuadras, como los objetos que allí se vendían; desde tennis Abibas hasta estatuas de los profetas que tanto adora el colombiano promedio.
Llego a la cima del comercio, y, a lo lejos, una iglesia, típica de pueblo colombiano, con una plaza al frente y un sin fin de devotos a sus alrededores. Después de dos horas, pasando por Suba, Chapinero y otras localidades vi las primeras caras conocidas, mis amigos me llamaban y por fin sentí algo de seguridad, mientras se burlaban de mi odisea para llegar hasta allá.
Inmediatamente después del encuentro recolectamos dinero para que a alguno de los presentes nos leyeran un mazo de cartas, diez mil pesos y un juego de piedra, papel y tijera decidían al ganador. El destino es cruel y terrorista, entre los cuatro postulados no sé si tuve la suerte o el infortunio de ser el elegido; como dije anteriormente, apenas podía tomar en serio esto; internamente encerré al bufón del reino y me llené de seriedad; no quería terminar mis días vomitando sapos o lombrices.
Un mazo, una muerte, mucho dinero y una extraña mujer eran las profecías que me compartía el gitano, tan viejo como las pócimas y rezos que decía hacer en su consultorio, donde, según él, ayudaba a encontrar guacas, eliminar hechizos de venganza o de amor y un sin fin de trabajos, que ante la iglesia (que estaba a apenas media cuadra de nosotros) eran prohibidos, paganos y ofensivos ante los ojos de Dios y su hijo, el único habitante del medio oriente con tez nórdica. Este tipo era caucásico, de ojos azules y cabello rubio; sin saberlo, fue el primer humano de nacionalidad sueca en pisar la faz de la tierra. Quizá por eso lo trataron como el salvador de la humanidad, en una tierra donde la mayoría de los habitantes son de tez morena y pelo negro.
Por último me comentó acerca de los temas del corazón; otro año sin tener pareja me esperaba, mientras mis amigos, grabándome se burlaban; ellos al igual que yo sabían que en los temas del corazón soy pésimo. ‘Otro año será’, pensaba mientras me reía de mí mismo.
Entramos a la iglesia e inmediatamente comenzó mi odio hacia la religión católica; llevábamos apenas unos metros de recorrido y ya se nos habían acercado las primeras ancianas con sus sacos de ofrenda, pidiendo dinero para ser salvados de la crueldad de este plano terrenal y del castigo eterno, del averno en llamas que nos espera.
En ese instante, una mujer de entre 30 y 35 años entregaba un billete de diez mil pesos a una de las ancianas, en ese justo momento mi cabeza entró en una pregunta que me siguió el resto de la mañana: “¿Acaso ésta gente es imbécil? ¿O sólo intentan encontrar una mera excusa para darle sentido a su efímera y desafortunada existencia?”
Ese billete mil pesos representaba más que un papel, representaba una nación desangrada, gobernada por una parvada de imbéciles más grandes que los devotos que daban tanto dinero a una causa sin sentido. Ese billete representaba al menos tres horas de trabajo diario, de un salario mínimo que no alcanza para sobrevivir y, que mágicamente los colombianos hacen rendir. Era inimaginable que ésta mujer los derrochara de tal manera.
Salimos del laberinto de filas humanas, edificios para culto y objetos del mundo moderno, parlantes y cámaras que ayudaban a inyectar seguridad y confianza a los devotos que allí rezaban. Apenas a media cuadra un hombre nos pidió limosna; cuando lo vi a los ojos me di cuenta del por qué la petición. El hombre de unos 60 años carecía de ambos ojos y lo más cruel, terrorífico o simplemente trágico era que sus cuencas no estaban tapadas.
Ver esas cuencas, esos agujeros negros en su rostro, me llevaron a ver el abismo de la desesperación, del miedo a lo desconocido y del temor por excelencia, el temor a la muerte; dos agujeros oscuros, tan negros como la túnica de la parka misma; ser indolente ante la miserable existencia humana; nos da una vida de ventaja y aún así nos alcanza, para llevarnos al siguiente plano terrenal y recordarnos que la vida del ser humano es un escaso momento, un efímero parpadeo comparado con la vida del universo mismo. Después de aquella escena encontramos al profesor, que nos dio la libertad de volver a nuestros hogares.
Llenamos lista y en mi mente rondaba en un: ‘Al menos está el registro de que vine’, partíamos a casa, de nuevo a lo que estábamos acostumbrados a ver. Ésta vez sólo fueron dos los TransMilenios y apenas 45 minutos de trayecto. Luego, a lo lejos y después de unos minutos llego al Portal de Suba, que me indicaba estar nuevamente en mis tierras, ‘aquí nadie puede dañarme’, me argumentaba a mí mismo mientras la tranquilidad me invadía, la tranquilidad de saber que estoy en un sitio conocido, donde puedo caminar sin tener el ‘extranjero’ tatuado en mi frente.